Hay canciones que te rompen el corazón y otras que te lo acarician con la misma mano que te acaban de cachetear. “Arroz” de Cabrito no hace ninguna de las dos: llega con plato en mano, te sirve un cucharón humeante de ternura y se sienta a verte comer como tu abuelita queriéndote engordar. No escarba en traumas, ni tampoco te arrastra por el drama; no, esta rola es arroz blanco y nada más, sin florituras, sin salsas raras ni pretensión gourmet.
Cabrito, un trovador moderno que parece sacado del 2015 en una playa de Tulum donde vendían micheladas con mezcal le canta al amor tranquilo. Al amor sin efectos especiales, sin fuegos artificiales ni toxicidad disfrazada de intensidad. “Arroz” es, según él, una canción para el amor que repara, no el que destruye. Lo cual suena muy bonito, muy de terapeuta buena onda, pero también lo suficientemente ingenuo como para funcionar.
El compás en cuatro tiempos y la vibra playera te mece como una hamaca en domingo. La producción tiene ese aire familiar al indie latino de hace una década, cuando todos querían sonar a León Larregui mientras tomaban mate en Sayulita. Pero lo interesante aquí, y lo que evita que la canción se evapore en lo genérico, es el uso de tubas. Sí, tubas que entran como elefantes y logran darle a la canción un aire entre ranchero y caribeño. Es imposible no asociarlo con un ritmo circense, como si el amor aquí fuera un acto de equilibrio sobre cuerda floja con una sonrisa boba.
Cabrito no le teme a la ternura, pero tampoco se hunde en el empalago. Hay una ironía escondida, una ligera desfachatez entre líneas. En palabras del artista, “Arroz no pretende cambiarte la vida, solo hacerte sonreír mientras esperas a que el agua hierva".
¿Es una gran canción? Depende del hambre emocional que tengas. Pero si llevas rato tragando desamores crudos y dramatismo a medio cocer, este plato te puede caer como abrazo tibio. O como un desayuno después de una peda existencial. Que, a veces, es lo mismo.